CREMA CATALANA - LACOCINADELOSNUESTROS - CARMEN
viernes, mayo 13, 2011
La casa de mis abuelos era como un castillo lleno de escondites… a los ojos de una niña curiosa como yo era.
En realidad era una vieja casona situada en un pueblo pequeño cercano a Barcelona. Su historia tenía cierto glamour. Mis abuelos buscaban casa y un empresario del paralelo barcelonés que necesitaba con cierta premura 100.000,-ptas se la vendía rápidamente. Mi abuela que había heredado un cierto patrimonio de su familia, vendió dos de las casas que tenía en un pueblo costero, con lo que casi completó el total del montante... tan sólo faltaron 15.000,-ptas que mi abuelo pidió en la fábrica dónde trabajaba por las mañanas. La casa fue entregada con celeridad y con casi todos sus enseres... mi madre cuenta que vió por primera vez un peluche y cepillos de dientes al entrar en aquella casa. Puedo imaginar, sin dificultad, a la esposa de este empresario vestida toda de blanco, bajo una sombrilla, tomando el aperitivo o una limonada bajo una de las higueras del patio.
Obviamente aquella casa había sido de veraneo y por tanto tenía muchos inconvenientes; hacia mucho frío en invierno, tanto que por las noches mi madre nos envolvía como pequeñas momias con unas mantas antes de meternos dentro de aquellas viejas camas de madera, y no había un aseo con ducha en la casa propiamente dicho. Además mi abuelo era un hombre huraño que no nos prestaba excesiva atención y mi abuela, Carmen, iba de un lado a otro. Había tensión en el aire, mis abuelos acostumbraban a hacerse continuos reproches y mi madre sufría una cierta incomodidad al volver a vivir, aunque fuese por pocos días, en un ambiente físico y emocional que no le gustaba mucho, pero esas cosas no las notábamos excesivamente, aunque puedo recordarlas.
Obviamente aquella casa había sido de veraneo y por tanto tenía muchos inconvenientes; hacia mucho frío en invierno, tanto que por las noches mi madre nos envolvía como pequeñas momias con unas mantas antes de meternos dentro de aquellas viejas camas de madera, y no había un aseo con ducha en la casa propiamente dicho. Además mi abuelo era un hombre huraño que no nos prestaba excesiva atención y mi abuela, Carmen, iba de un lado a otro. Había tensión en el aire, mis abuelos acostumbraban a hacerse continuos reproches y mi madre sufría una cierta incomodidad al volver a vivir, aunque fuese por pocos días, en un ambiente físico y emocional que no le gustaba mucho, pero esas cosas no las notábamos excesivamente, aunque puedo recordarlas.
La casa tenía dos zonas deliberadamente diferentes. Desde la verja principal, que siempre chirriaba, una pequeña y mínimamente cuidada entrada hasta la primera puerta de acceso a la casa, consistente en dos puertas de madera al uso con su picaporte, y flanqueada por dos preciosas macetas de azulejos. Trás ella, una puerta de visillos que llevaba a un pequeño pasillo con dos habitaciones a ambos lados, dos sillas "de espera", una cómoda con un espejo y una nueva puerta con visillos blancos, que delimitaba la frontera entre la vida social y profesional de mi abuelo a la vida personal de la familia. Esta zona era limpia y ordenada. De la segunda puerta al fondo de la casa se vivía en un desorden continuo como si estuvieramos en otra dimensión.
En la primera zona, en la habitación de la derecha mi abuelo daba sus clases de música. Era una amplia habitación con un precioso piano de media cola, que mi abuelo cuidaba con mimo inusitado, un órgano y algún instrumento más que no recuerdo, una vitrina de cristal dónde habían ido colocando algunos recuerdos traídos seguramente por sus alumnos o de alguna boda (en especial recuerdo a una pequeña muñequita con esquís procedente de Suiza con la que yo jugaba), y cuadros de músicos como Beethoven, Mozart, Bach, o Shubert por las paredes.
En la segunda zona, "la dimensión desconocida", a ambos lados de la puerta había dos habitaciones. En la de la derecha dormían mis abuelos y tenía otra segunda puerta interior que daba a un pequeño aseo, con un sanitario y una preciosa pica antigua. Esa habitación, contenía muebles adustos y sobrios y por supuesto un crucifijo sobre la cama. Cama en la que había nacido mi madre.
La otra habitación contenía otra cama de matrimonio con su crucifijo y un enorme armario marrón que casi llegaba hasta el techo. Ese armario llamaba mucho mi atención. Dentro se amontonaban viejas ropas, y uno nunca sabía que podía encontrar. Desde una vieja mantilla para ir a misa los Domingos, mantas, cajas con fotos, antiguas sábanas bordadas y demás piezas de ropa ya desclasificadas. Era divertido abrirlo y meter mi cabeza en los estantes buscando secretos. Un día lo fue especialmente… encontré unas cartas atadas con un lazo. Eran las cartas que mi abuelo le había mandado a mi abuela cuando eran novios. Las fui abriendo en silencio, no quería ser oída ni descubierta, y en ellas hallé a un hombre cariñoso diferente al que solía ver frente a mi. Pero poco duró mi primera experiencia con el amor epistolar en los años 30… mi abuela me descubrió, cogió las cartas y se las llevó. No me regañó, sólo me preguntó qué hacía y me dejó allí sentada algo avergonzada… Nunca más las ví… y cuánto me gustaría poder leerlas ahora… seguro que me desvelarían cosas que nunca supe de ambos…
Al comedor se llegaba a través de dos nuevas puertas con cristales y visillos blancos. Era espacioso, pero cargado con muebles pesados que mi abuela había heredado de una prima rica. Mis abuelos eran personas muy modestas, pero aquella casa era enorme, mal aprovechada obviamente.
La cocina era la gran sorpresa! Amplia, espaciosa, fría y llena de trastos. Alucinaba con ese submundo… mi abuelo cuando oía que mi madre y mi abuela cuchicheaban en la cocina solía decir, “en la cocina se cuecen todas las cosas importantes, luego vienen, y te sueltan cualquier cosa”. Creo que en esa cocina, sin yo saberlo, aprehendí el concepto de cocina-lar. Había mucho polvo, mucha suciedad… pero me parecía mágica. Me subía sobre un taburete, corría viejas puertas de alacenas y examinaba cachivaches cuyo uso desconocía. Desde las picas de la cocina, una pequeña ventana, que exudaba vapor cuando se cocinaba en los días fríos de invierno, te dejaba ver un lateral del patio con un árbol. Ahí empecé a soñar con tener algún día una cocina dónde cuando cocinase o fregase mis ojos pudieran descansar en verde… En las casas que viví con mis padres nunca hubo ventanas en la cocina; hoy en día, un níspero me mira desde el exterior y yo le sonrío… pero aún no es la “ventana soñada”. Mi madre se desesperaba, ella que es tan ordenada y limpia no podía entender como mi abuela podía vivir así... pero a pesar de ser consciente de todas esas cosas, me gustaba esa falta de monotonía que rodeaba la vida de mi abuela.
En los primeros años había al fondo una de esas lavadoras con rodillos para escurrir la ropa! Para mi que ya conocía la existencia de las lavadoras aquello era un hallazgo!!! Pero lo que nos tenía alucinados era el fondo de la cocina. Un falso mueble bajo escondía la puerta al mundo secreto. Una cubierta cuadrada se abría y de repente unos escalones descendían hacia la oscuridad… en medio del descenso un pequeño interruptor daba una tenue luz a la oscuridad de aquel sótano. Aquello era demasiado. Telarañas, viejos muebles, chirriar de puertas y ventanas con cristales rotos. También había una zona más habilitada dónde se encontraba la ducha de la casa. Pero ese lugar nos atraía y asustaba con la misma fuerza. Nos daba miedo estar allí más de 10 min. pero nos moríamos de ganas de bajar.
El jardín por la parte de atrás era un montón de malas hierbas con un par de higueras, dónde un hermano de mi madre de pequeño se subía y hacía mil y un travesuras… y al fondo una pequeña caseta con rejas de gallinero. Mis abuelos tenían palomas, conejos y gallinas, aunque con los años tan sólo quedaban las palomas. Os podéis imaginar que era otro lugar al que nos gustaba asomarnos.
Mi abuela, que venía de familia pudiente y marinera, vivía de forma muy humilde. No tenía mucho interés en las cosas de la casa, ni en que estuviera suficientemente adecentada, cosa que sacaba de quicio a mi abuelo y a mi madre… pero era así. No creo que fuese muy feliz pero tampoco era infeliz, vivía el día a día. A mí siempre me ha atraído su pasado, el anterior a mi abuelo, del que conservo multitud de cosas. Seguiré hablando de ella en siguientes posts. Hoy sólo quería hablar de la “casa” protagonista de muchas horas de juegos.
Cómo podéis imaginar mi abuela no fue una gran cocinera. Mi madre no recuerda haber heredado grandes recetas de mi abuela, apenas a hacer los macarrones, el fricandó, la escudella (típico cocido catalán) y la crema catalana. Fue una infancia, la de ella, llena de escasez, dónde algunos domingos había a veces una pequeña porción de mantequilla para todos, y un número de olivas contadas por persona. Mi tío, el de la higuera, tragó muchos huesos de oliva para robar una más que los demás sin dejar huella. Pero yo recuerdo muchos Sant Esteban con sus canalones gratinados en la bandeja del horno, que era algo que se hacía mucho antes. Puedo aún sentir en el baúl olfativo de mis recuerdos el olor y el sabor de sus macarrones y su lomo rebozado, que nos encantaba, como a todos los niños. Había siempre sobre los fuegos una vieja olla de acero inoxidable en forma de puchero, llena de golpes dónde hacia la comida de Bull… el viejo boxer que vivía con mis abuelos y que aguantó todos nuestros juegos de infancia, feliz de que alguien le prestara atención…Yo alucinaba con que al perro se le hiciera comida. Había visto pocas mascotas en las demás casas, pero siempre vi que comían comida enlatada o seca. Nunca había visto a nadie cocinar para un perro. Pero claro… no era exactamente cocinar. Era meter en ese viejo caldero todas las sobras del día, más restos de cabezas o patas de gallina, o lo que se estuviese cocinando, añadirle arroz, y dejarlo hervir, para luego dejárselo caer al perro en su comedero. Eso era todo. Y Bull era superfeliz cuando te veía llegar con la olla humeante y se lanzaba como un loco para comérsela en un plis plas.
Una de las cosas que hacía mi abuela en días de fiesta, y especialmente por Sant José era la crema catalana. La hacía en la misma bandeja del horno, dónde en otras ocasiones había hecho los canelones o el pollo al horno. No solía quitar la canela ni la piel de limón, lo que causaba la protesta de a quién le cayera en el plato. Mientras comíamos el segundo plato, ya ponía el quemador sobre el fuego pequeño de la cocina, para que estuviera bien caliente a la hora de quemar la crema. Todo eran avisos si te levantabas a la cocina, “no toques el quemador”, “cuidado con los fuegos”….El olor del azúcar quemado inundaba la cocina y llegaba al comedor, dónde nos relamíamos en espera de uno de nuestros postres favoritos. A veces tenía grumos, pero era igual… nos gustaba.
CREMA CATALANA
(para 4
cacitos)
175 g azúcar (más un poquito más para quemar encima)
Canela en rama
Corteza limón
50 g almidón o maizena
8 yemas
huevo
1 l leche175 g azúcar
Canela en rama
Corteza limón
50 g almidón o maizena
Mezclar
las yemas con el azúcar.
Calentar
la leche con la canela y la corteza de limón sin que llegue a hervir. Separar
una tacita para disolver en ella la maizena. Juntar todos los ingredientes.
En la
forma tradicional la crema se hace al baño María para asegurarnos que no se nos
corte, pero yo suelo hacerla directamente sobre la vitro. Sólo hay que ser muy
consciente de no dejar que llegue a hervir, pues en ese momento podría
cortársenos, y ya no serviría. Es muy
importante no dejar de remover la crema con una cuchara de madera, a fin de
evitar que se nos hagan grumos, y que el fuego no esté muy alto, porque sino se nos quemará el fondo
y la crema nos cogerá mal gusto. Apartar del fuego cuando notemos que espesa.
Uno de los síntomas de que la crema está ya, es que desaparece la pequeña capa
de espuma que tenía por encima, y se vuelve lisa y brillante y se ve su color
amarillo. En ese momento la crema está en su punto.
Dejarla
enfriar, colocando papel film en la superficie de la crema para evitar que se
le forme esa costra típica de las cremas. Servir en cacitos redondos de barro.
En el
momento de irla a servir, ponerle un poco de azúcar por encima y quemarla con
el quemador o con un soplete de cocina.
1 comentarios
Me encanta! existe esa casa todavía? tenía pinta de muy chula
ResponderEliminarComo siempre tienes el poder con tus relatos de transportarme a las mismas situaciones
Me acordé de las casa de mis abuelos, los de mi padre... la huerta que tenía mi abuelo Dionisio cargada de caña de azucar , con un machete cortaba un tronco, la partia en pequeños trocitos y nos la daba , oh! era una super golosina, También le hacía la comida a los perros!. me acabo de acordar del caldero lleno de arroz y de patas de gallina!... El olor de las gallinaS y correr detrás de los pollitos en la casa demi abuela Manuela la madre de la mía jeje
En cuanto a su comida ya te contaré....
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